El daño ajeno

Pensaba hoy en el principio ético y/o moral general “no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti”, y su relación con la existencia o no de conciencia, definida como “el reconocimiento de aquello que está bien y que está mal”.

La aplicación de esta regla de oro, incluida incluso en de la Declaratoria de los Derechos Humanos, requiere por tanto de la existencia de una conciencia, o capacidad para distinguir el bien del mal, que se refleje en todos los actos personales de trato a los demás.

Y se trata de una regla que no admite excepciones legitimadoras de su vulneración, que permitan la causación de daño ajeno bajo excusas de no existencia de otra opción posible.

Porque únicamente no hay otra opción posible si se carece de conciencia.

Y es que cuando se busca la manera de pasar por encima de los derechos, sentimientos y valores de otra persona sin considerar, o peor aún después de considerar, el daño que se va a causar, se carece de conciencia.

Y cuando no se pueden validar en uno mismo los sentimientos o daños que pueden generarse en el otro con nuestra actuación, se carece de conciencia.

Y cuando se siembra discordia, desconsideración o falta de respeto ajeno, se carece de conciencia.

Y también cuando se causa un daño basado en excusas que buscan legitimar la conducta o el error cometido, se muestra una identidad inmadura e irresponsable, incapaz de asumir culpas y carente de conciencia.

Porque dicho en palabras del autor Francisco Gavilán “la excusa es un autoengaño, una especie de táctica para sobrevivir, para salvar la autoestima o la imagen que se proyecta hacia los demás”, usada por quien “opta por justificarse en lugar de asumir sus limitaciones en un momento dado, sus equivocaciones o su inconsistencia”.

Y es que frente a cualquier situación, una persona con conciencia asumirá la culpa, y antes de actuar con otra en la forma en que no le gustaría ser tratada, encontrará siempre una opción alternativa.

Feliz día.

El síndrome de la rana hervida

Pensaba hoy en el síndrome de la rana hervida, y su relación con la zona de confort.

Si se coloca a una rana dentro de una olla con agua hirviendo, esta saltará inmediatamente sintiendo el peligro. 

Por el contrario si el agua está fría, la rana se hayará en su "zona de confort", y si aquella va calentándose paulatinamente, la rana no reaccionará, sino que se esforzará en ir acomodando su temperatura corporal a la del agua, de tal manera que, cuando esta  hierva, morirá al haber agotado sus fuerzas y no disponer de las necesarias para saltar.

Las personas, al igual que la rana, tendemos a acomodarnos en lo conocido, en nuestra "zona de confort", llegando a no detectar cambios graduales, pequeños pero contínuos, que conducen a la infelicidad.

Porque, aunque esta "zona de confort" pueda parecer cómoda al resultar conocida y segura, aumentar su perímetro incluyendo malestar, provocará incrementar el umbral del dolor, incluyendo en ella el disconfort interno.

Traspasar dicha zona produce miedo  e inseguridad, y estos pueden llevar al inmovilismo e incluso al autoengaño, buscando la manera de que la información ambigua encaje, y restando importancia o buscándole errores a aquella información que justificaría la necesidad de saltar.

Por eso es importante replantearse la "zona de confort"' contemplándola incluso desde fuera,  preguntarse si lo que ocurre es lo que nos gustaría que estuviese ocurriendo, y si la situación todavía se ajusta a nuestros deseos, o por el contrario se ha desvirtuado convirtiéndose en una "zona de disconfort", incómoda e insostenible, a la que nos hemos adaptado.

Perder el miedo a salir de la "zona de confort", empieza desde dentro, en la confianza en uno mismo, y en saber que todo aquello que limita física y emocionalmente, ha sido decidido, autoimpuesto en las propias creencias.

Conviene recordar que no fue el agua hirviendo lo que mató a la rana, sino su adaptabilidad a la incomodidad hasta la extenuación.

Adopta las acciones adecuadas antes de estar incapacitad@ para saltar. 

¡Salta¡



Feliz día.

La lealtad



Pensaba hoy en la lealtad, su importancia como valor personal, y lo esencial de su concurrencia en la construcción de cualquier vínculo duradero.

La lealtad implica cumplir los compromisos tácitos o expresos inherentes a una relación aunque las circunstancias se tornen adversas, supone cumplir las promesas y mantener las reglas del juego que se ha decidido libremente asumir.

Por ello por una parte se basa en la transparencia, la sinceridad, la responsabilidad, y el respeto. Y por otra, fundamenta a la confianza.

Y es precisamente el elemento de la traición el que caracteriza a la deslealtad, porque está incluye la infidelidad afectiva, pero además falta al respeto del otro más allá de como pareja.

Cuando existen mentiras, ocultamiento... es decir, un hacer creer al otro una situación que no coincide con la realidad, negando o aludiendo a una pretendida privacidad, cuando se pretende que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, existe traición y deslealtad. 

Y eso va más allá de la infidelidad que sólo vulnera el vínculo afectivo, faltando al respeto del otro.

Por eso una traición no solo duele, sino que ofende y agravia, siendo en todo caso un camino que se recorre acompañado, ya que el que comete la ofensa, no solo traiciona a otro, sino que antetodo se desmerece a si mismo, porque el desleal lo es en todos los ámbitos de su vida.

De ahí que resulte esencial tomar conciencia de mantener aquellos vínculos basados en la honestidad y que permitan el autorespeto.


Feliz día

Por qué pedir perdón?


Pensaba hoy en la reacción que tiene que producirse tras la producción de un daño, un dolor o una ofensa.

En este sentido conviene distinguir entre la disculpa y el perdón. 

En la primera el daño es producido de forma involuntaria, automática o por distracción, existiendo un derecho del autor a ser disculpado, a que se reconozca esa falta de intencionalidad sobre el resultado.

Por el contrario cuando la acción que produce el daño es voluntaria, el derecho es del lesionado a ser resarcido, a ser reparado, procediendo pedir perdón, con independencia de que este se conceda o no.

La petición de perdón permite al ofendido cancelar la deuda moral contraída con la ofensa, renunciar a la idea de venganza, a los sentimientos negativos hacia el ofensor, y limita la afectación de las relación entre ambos, abriendo la posibilidad de la reconciliación si así se desea, y del olvido, con el paso del tiempo.

De ahí la importancia de realizar el acto de petición del perdón del agraviado como medio de manifestar la voluntad de que la relación quede, en la medida de lo posible, como antes.

Y de ahí también que dicha petición tenga que reiterarse las veces que resulte necesario, ya que la concesión del perdón no elimina el dolor sufrido, y ante la reaparición de los sentimientos dolorosos procede la nueva manifestación del arrepentimiento.

Por otra parte no pedir perdón supone añadir un nuevo agravio al dolor causado, en la medida en que se antepone el orgullo, la vanidad o la indiferencia a la supervivencia de la relación y al bienestar del otro.

Pero la petición no puede ser un simple ritual, ni producirse de cualquier forma.

Lo primero porque una verdadera petición de perdón debe implicar arrepentimiento, voluntad de no reincidir en la acción o actitud lesiva.

Hay que realizar un análisis de los hechos y de sus efectos, empatizar con el sufrimiento o malestar que se ha causado, y existir un propósito de no reincidir estableciendo para ello las medidas adecuadas para el restablecimiento de la confianza.

Y lo segundo porque si bien existen múltiples formas de exteriorizar esa voluntad de ser perdonado, la apropiada será aquella que en cada caso resulte eficaz para la persona ofendida y no la que resulte más cómoda o menos gravosa para el ofensor.

Y es que pedir perdón no es humillarse y ni siquiera supone en todo caso el reconocimiento de un error, sino que significa que se valora antetodo, mantener la relación.

Feliz día.


Los sueños no pueden robarse


Pensaba hoy en esas relaciones sentimentales que al hallarse estrechamente vinculadas, al menos para una de las partes, a la realización de un sueño, presentan para ésta una ruptura especialmente dolorosa.

No se trata del típico proceso de enamoramiento, en el que ambas partes sienten una absoluta complacencia eufórica derivada de la perfección del otro, hasta que pasado un tiempo surge la lógica desidealización consecuencia de la “mágica” aparición de los defectos propios de todo ser humano.

Sino que en estos casos interviene por una parte la seducción, como forma de crear un auténtico cuento de hadas, y por otra, la predisposición a creerlo.

Una seducción que va más allá de la simple conquista, de la amabilidad y multiplicidad de detalles propios de la misma, y que se materializa tanto en actos encaminados a escuchar, detectar las creencias, los anhelos, las expectativas, y el ideal de relación de la persona elegida, como en la adopción de los comportamientos necesarios para el inicio de esa relación, creando una fuerte e íntima conexión emocional entre la persona que seduce y ese ideal soñado que el seductor representa.

De esta forma el sueño cobra vida a través de la aparición de su actor necesario, y cuando este desaparece de la escena se desencadenan una desolación desmesurada y un vacío traumático derivados, no de la simple ruptura de la relación sino de la violación del alma, de la creencia de que con el abandono se produce también el robo del propio sueño.

En estos casos permanecer anclado en el victimismo resulta tan irresponsable como ilógico.

Irresponsable porque se residencia en un tercero el cumplimiento de los propios sueños, olvidando que la realización de estos es cuestión personal e intransferible, y que es obligación propia el intentalo las veces que sea necesario con valentía, insistencia y asunción de errores, ya que es así como puede lograrse el éxito.

E ilógico porque el proyecto soñado no hubiera terminado, y menos con un abandono, de manera que la marcha del otro es claro indicativo de que se produjo un engaño o una confusión en la elección del protagonista.

En consecuencia, si el sueño permanece mientras no se renuncie personalmente a él, y lo perdido no tiene vinculación con lo deseado, siendo a lo sumo un espejismo que, como tal, no responde realmente a las expectativas, resulta que la ruptura es, precisamente, el elemento necesario para la realización del sueño.

Un sueño que, como todos, no puede robarse.

Feliz día

Crónica anunciada


Pensaba hoy en lo importante que resulta, cuando el camino se desvía, reconducir la vista hacia donde se quiere ir, en lugar de continuar mirando en la dirección equivocada.

Y para ello es imprescindible identificar las ilusiones, la vida que se desea tener, para poder concretar la trayectoria a seguir.

Es necesario elegir voluntariamente el propio destino sin asumir el que otro indique ni responder a expectativas ajenas, sin renunciar a los sueños, determinado las metas a alcanzar, y realizando las acciones necesarias para ello.

Hay que ser consciente de los recursos de los que se dispone y confiar en los mismos, tomando decisiones, afrontando los cambios, enfrentando ese miedo limitante que disminuye la valoración personal y obstaculiza la consecución de los objetivos.

Hay que detenerse periódicamente a analizar si se permanece en la línea marcada o se ha perdido el rumbo, para corregir, retomar, desandar si es necesario, y volver a poner en lo deseado toda la atención, toda la energía, sin dispersiones, sin distracciones que minen y conduzcan a la desmotivación, al vacío interior, y a la falta de sentido vital.

Hay que ser flexible para ajustar los pasos a la evolución personal, aceptando aquellas circunstancias sobre las que no se tiene control, y modificando aquellas otras que, inicialmente, se preveían inalterables.

Y hay que poner pasión e ilusión en el recorrido, focalizarse, porque no saber dónde se quiere ir puede suponer acabar en cualquier parte, y porque conocer el camino que desea recorrerse es la única forma de reconocer el desvío de la ruta trazada.

Feliz día.

Focalízate


Pensaba hoy en lo importante que resulta, cuando el camino se desvía, reconducir la vista hacia donde se quiere ir, en lugar de continuar mirando en la dirección equivocada.

Y para ello es imprescindible identificar las ilusiones, la vida que se desea tener, para poder concretar la trayectoria a seguir.

Es necesario elegir voluntariamente el propio destino sin asumir el que otro indique ni responder a expectativas ajenas, sin renunciar a los sueños, determinado las metas a alcanzar, y realizando las acciones necesarias para ello.

Hay que ser consciente de los recursos de los que se dispone y confiar en los mismos, tomando decisiones, afrontando los cambios, enfrentando ese miedo limitante que disminuye la valoración personal y obstaculiza la consecución de los objetivos.

Hay que detenerse periódicamente a analizar si se permanece en la línea marcada o se ha perdido el rumbo, para corregir, retomar, desandar si es necesario, y volver a poner en lo deseado toda la atención, toda la energía, sin dispersiones, sin distracciones que minen y conduzcan a la desmotivación, al vacío interior, y a la falta de sentido vital.

Hay que ser flexible para ajustar los pasos a la evolución personal, aceptando aquellas circunstancias sobre las que no se tiene control, y modificando aquellas otras que, inicialmente, se preveían inalterables.

Y hay que poner pasión e ilusión en el recorrido, focalizarse, porque no saber dónde se quiere ir puede suponer acabar en cualquier parte, y porque conocer el camino que desea recorrerse es la única forma de reconocer el desvío de la ruta trazada.

Feliz día.

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